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La conocí el primer día de clases, era 1976 e iniciaba mi año escolar en el San Andrés, anexo del Mercedes Cabello.

– Soy Ana Violeta Gonzales de Oré – dijo. Y añadió – soy su tutora y profesora de castellano.

En silencio escuchabamos a aquella nueva maestra de voz algo chillona mientras se dirigía a nosotros.

Bordeaba los 30 años, de tez trigueña, pelo negro ondulado, que caía hasta los hombros, vestia pantalón de tela y chompa de lana, usaba lentes, pero lo que más destacaba era una mancha marrón en la parte blanca de uno de sus ojos, quizás un lunar, quizás no.

Cursábamos el primero «J» en el antiguo local en barrios altos, era el primer año de un piloto en que el colegio aceptaba por primera vez población masculina en un colegio netamente de mujeres.

9 hombres en un salón con 40 mujeres podiamos considerarnos afortunados pero por lo zanahoria que era no tenía grandes aspiraciones…

A lo largo del año Ana Violeta demostró ser una excelente maestra, se hizo querer por todo el salón sin embargo, era severa cuando tenia que serlo, en varias ocasiones nos dejo castigados en el aula e incluso desaprobó en conducta a la sección completa un trimestre cuando dos angelitos, en una pelea, tumbaron la puerta del salón.

Recuerdo un día, en la plaza Italía, a la salida del colegio, mis compañeros, me quisieron obligar a pelear con un alumno de otro salón con quien había tenido un altercado. Yo estaba cargando varias cosas y no acepté a pesar de las provocaciones. Finalmente me fui y al llegar a casa lo comenté olvidándome rápidamente del tema.

A la semana, Ana Violeta, nos llamó al alumno y a mi diciendo que de la comisaría de San Andres se habían acercado al colegio para avisar que habian recibido quejas de los vecinos acerca de una pelea de dos alumnos la semana pasada. No tuve más remedio que contar todo lo que había pasado tirando dedo a los provocadores.

Mucho años después me enteré que todo había sido una coordinación entre mi mamá y Ana Violeta para que me dejen de molestar y no quedar como un chismoso.

Dos buenos años estuve en el San Andrés y dos años fue Anita (conocida así por sus colegas) mi tutora, luego pasé a la inmaculada pero eso es otra historia.

Años después, ya joven, me acerqué al colegio a visitar a mi profesora. Me recibió otra maestra, amiga suya, y me contó que poco tiempo atrás luego de haber sufrido un robo, al llegar a su casa, bastante nerviosa, Anita, tuvo un paro cardiaco que la llevó a la eternidad…

Han pasado más de 35 años y aún recuerdo lo que me enseñó acerca de las palabras agudas, graves o llanas, esdrújulas y sobreesdrújulas, pero sobretodo, lo que más recuerdo son los principios y valores que nos inculcó como sus alumnos.

Donde estés, Ana Violeta, muchísimas gracias!

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Durante mi estadía en el anexo «San Andrés» me ocurrieron muchas anécdotas. En aquel entonces me encontraba en segundo de media y estudiábamos en un salón de estilo antiguo de grandes puertas de madera frente al patio principal del colegio.
En aquel tiempo era difícil ser tan pocos varones en medio de tantas mujeres pues siempre luchábamos por destacar, sobre todo los mayores. Era una especie de competencia sobre «Quién es el mejor gallo en este gallinero». Debido a eso siempre habían las llamadas broncas en el parque de la esquina y en una menor medida en el interior del colegio.
En una oportunidad nos encontrábamos en el salón cuando dos de mis compañeros se agarraron a golpes y entre carpetas van y carpetas vienen luego de chocar contra la puerta hicieron que sus viejas bisagras se aflojaran.
Finalizada la bronca y habiéndose fijado la supremacía del «macho dominante» la puerta yacía inclinada sujeta solo a dos de sus tres bisagras tal soldado herido de muerte.
De ello se percataron los «alfa de la manada» y en un rito absurdo procedieron a dar patadas voladores a la vieja puerta hasta que está vencida por tremendos golpes finalmente cayó haciendo un estruendo que hizo remecer a todo el colegio.
Aquel trimestre todo el salón fue reprobado en conducta…

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Puedo atreverme a decir que mis dos años en colegio nacional fueron unos de los mejores debido a que me ocurrieron una serie de anécdotas que aún recuerdo con mucho agrado. En aquellos años a la salida y debido a la cercanía con el mercado central, acostumbrabamos ir a comer chanfainita , plato a base de bofe de res no muy atractivo a la vista. El sitio: una carretilla en pleno mercado, el precio: un sol de los antiguos.
Sucede que, un día, al acercamos a nuestro conocido centro de comidas nos encontramos a un alumno de otro salón apellidado Vargas cuya chapa era «el bigotón» debido a que era bastante mayor que nosotros, yo con mis doce años era el menor del salón, sin embargo en el mismo año había gente de quince. No recuerdo exactamente que fue lo que sucedió, creo que le pedí que me de espacio en la banca y se negó. Por darmela de valiente ya que mi honor había sido mansillado por tamaña ofensa cogí una cucharadita de aji y se lo vacie en la cabeza, él sorprendido volteó pero como estaba a mitad de su merienda me miró y me dijo: «esperate que vas a ver», aprovechando el pánico emprendí graciosa huida por la vereda en una dirección y luego se me ocurrió regresar en dirección contraría por la pista, porque por tratarse del mercado el tumulto de gente me ocultaba. Aquel artificio tuvo sus frutos pues vi pasar al «bigotón» practicamente frente a mi. Por supuesto que mis compañeros se mataron de risa al ver ir a mi agresor hacia un lado y a mi pasar en la dirección contraria. Ese fue un pequeño triunfo para mi ego, aunque igual al día siguiente me cayó una paliza por parte del susodicho…

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A inicios del segundo lustro de los 70s contaba con 11 años y estudiaba en el anexo San Andrés, perteneciente a la G.U.E Mercedes Cabello de Carbonera, colegio de mujeres ubicado en pleno mercado central de Lima, que por aquel entonces había hecho el experimento de incorporar varones a sus filas. Nuestro salón estaba compuesto de 9 niños y más de 40 niñas y estudiabamos por la tarde. Un día nos habían entregado unas rifas para que vendamos a nuestros vecinos, cumplida la tarea, al siguiente me dirigía al colegio a bordo de la línea 21, unos destartalados ómnibus de color plomo con techo blanco y una franja naranja en el centro. El paradero inicial se ubicaba en el parque del trabajo frente al barrio obrero.
Volviendo al tema, llevaba el talonario de lar rifas con el dinero en una bolsita encima de mis cuadernos los cuales iban en mi regazo, a mi lado iba sentado un señor de aspecto criollo de unos cincuenta años. Al pasar por el puente que une la avenida abancay con acho, este, apuntando al rio y señalando unas aves me preguntó «Esas son gaviotas», por lo que miré hacia ese lado y le respondí que no. Me olvidé del episodio y una vez en el salón me percaté que no llevaba la bolsa de dinero conmigo.

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En Primero de media estudiábamos en el anexo San Andrés de la G.U.E Mercedes Cabellos. Entre nuestras profesora estaba la Señorita Leonor, profesora de Historía, mujer de mediana estatura, algo subida de peso con un prominente busto quién en aquella época bordeaba alrededor de las cuatro décadas. Un dìa durante una de las clases, nuestra querida maestra menciono que iba a realizar su acostumbrada colecta para compra de suministros de clase debido a que nuestro colegio era nacional y usualmente no contaba con las facilidades propias de la enseñanza privada.

Contando con apenas 11 años de edad y queriendo darmela de gracioso, quisé expresar que la colecta era para que la mencionada maestra se compre una blusa pero por el apuro y la ansiedad de decir algo se me salió «Quiere hacer la colecta par comprarse un sostén…». Está de más mencionar que aquella gracia me costo ir a la dirección del colegio con el consiguiente antecedente de «niño insolente».

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